Visión de otro Mundo

Esta es la visión de otro Mundo descrita por Fiódor Dostoyevski en 1877 en su relato  “El sueño de un hombre ridículo”. Un mundo de Amor y de infinita belleza que no podemos dejar de remarcar por encima de la totalidad del relato, que consideramos muy inspirador. Para leerlo completo puedes clicar aquí.

"De pronto, sin darme cuenta, me encontré en esa otra Tierra sumergido en un día claro, tan maravilloso como el paraíso, bañado en la luz de sol. Creo que me encontré en una de esas islas que componen el archipiélago griego en nuestra Tierra, o en algún punto del litoral del continente cercano al archipiélago. ¡Oh! Todo era igual que en nuestra Tierra, pero por todas partes parecía irradiar festividad y la consecución finalmente alcanzada de un grandioso y santo triunfo. 
El plácido mar, de color esmeralda, salpicaba suavemente la orilla, la acariciaba cariñosa, visible y casi conscientemente. Los altos y maravillosos árboles crecían en todo el lujo y esplendor de la luz, y estoy convencido de que sus innumerables hojas me saludaban con su suave rumor acariciador que parecía pronunciar palabras de amor. La hierba ardía desprendiendo luz de aromáticas flores. Los pajarillos revoloteaban por el cielo en bandadas, y sin temor se posaban sobre mis hombros y mis manos, aleteando alegremente con sus tiernas y trémulas alitas.  
Finalmente vi y conocí a la gente que habitaba esta feliz Tierra. Se acercaron a mí. Me rodearon y empezaron a besarme. ¡Hijos del sol! ¡Eran los hijos de su sol! ¡Oh! ¡Qué maravillosos eran! Jamás había visto en nuestra Tierra hombres tan bellos. Quizás pudiera encontrarse algún reflejo de aquella belleza, aunque lejano y algo debilitado, entre nuestros sueños en su más tierna infancia. Los ojos de esta gente feliz brillaban con un esplendor claro. Sus rostros irradiaban raciocinio y algún grado de conciencia reconciliadora; pero a su vez sus caras eran alegres; en las palabras y las voces de aquella gente se percibía una alegría infantil.  
¡Oh! Al instante de ver aquellos rostros, lo comprendí todo. Era una Tierra que no estaba mancillada por el pecado original, y donde vivía gente que no había caído; vivían en el mismo paraíso en que, según la tradición, también habitaron nuestros procreadores, con la única diferencia de que toda la Tierra aquí era el mismo paraíso. Esas personas, sonriendo alegremente, se acercaban a mí y me acariciaban; me condujeron consigo, y cada uno de ellos deseaba tranquilizarme. ¡Oh! No me hacían ningún tipo de preguntas, pero parecían saberlo todo, o eso es lo que me parecía a mí; deseaban borrar cuanto antes el sufrimiento de mi rostro.

Volvemos a lo mismo: ¡pues que ha sido sólo un sueño! Pero el sentimiento de amor de aquellas inocentes y maravillosas personas se me quedó grabado para siempre, y aún ahora puedo sentir cómo, desde aquel lugar, se derrama amor sobre mi persona. Los vi con mis propios ojos; los conocí y me convencí de que los amaba. .... Oh! Ya entonces me di cuenta al instante de que en absoluto lograría comprenderlos en muchos aspectos; a mí, como ruso contemporáneo y progresista, como triste petersburgués, me parecía inconcebible, por ejemplo, que ellos, sabiendo tanto, no tuvieran nuestra ciencia.
Pero enseguida comprendí que sus conocimientos se llenaban y alimentaban de pretensiones distintas de las que nosotros teníamos en la Tierra, y que sus aspiraciones también eran completamente diferentes. No deseaban nada y estaban tranquilos, no ansiaban conocer la vida como lo hacemos nosotros, porque su vida había alcanzado toda la plenitud. Sin embargo, sus conocimientos eran más profundos y elevados que los de nuestra ciencia, pues ésta busca explicar la vida, tendiendo a su vez a adquirir conciencia de ella con el fin de enseñar a vivir a otros; ellos, por el contrario, sabían cómo habían de vivir incluso sin la ciencia, y yo lo entendí, pero no conseguí comprender sus conocimientos.  
Me mostraban sus árboles, y yo no conseguía comprender el grado de amor con que los contemplaban: parecía enteramente que hablaban con seres semejantes. Y ¿saben?: probablemente no me equivocaría si dijera que hablaban con ellos. Sí, habían encontrado su idioma y estoy convencido de que los árboles los entendían. Del mismo modo contemplaban toda la naturaleza: a los animales que vivían en armonía con ellos, sin atacarlos y amándolos, subyugados por su amor.  
Me indicaban las estrellas y me decían algo sobre ellas que no conseguía entender, pero estoy convencido de que, de alguna manera, estaban en contacto con aquellos cuerpos celestes, y ya no sólo con la idea, sino de un modo vivo.  
¡Oh! Aquella gente ni siquiera se esforzaba para que la entendiese, pues me amaban sin necesidad de ello; pero, a pesar de todo, yo sabía que ni siquiera ellos llegarían jamás a entenderme, y por eso apenas les hablaba de nuestra Tierra. Yo me limitaba a besar en su presencia la Tierra en que vivían y, sin decir palabra, los adoraba, y ellos lo percibían y se dejaban amar, pero intimidándose a su vez porque les adorara, ya que ellos mismos amaban mucho. No sufrían por mí cuando, empapado en lágrimas, a veces besaba sus pies, reconociendo felizmente en mi corazón con qué gran amor me responderían.  
A veces me preguntaba con asombro: ¿cómo durante tanto tiempo podían no ofender a alguien como yo, ni suscitar una sola vez en mí el sentimiento de celos o envidia? Muchas veces me preguntaba cómo podía un ser tan petulante y mentiroso como yo no hablarles de mis conocimientos, que ellos, claro está, ignoraban, al igual que tampoco desear asombrarles con ellos, aunque sólo fuera por amor a ellos. Ellos eran tan veloces y alegres como los niños. Paseaban por sus maravillosos sotos y bosques, cantando sus bellas canciones, se alimentaban de un modo frugal, con los frutos de los árboles, la miel de sus bosques y la leche de sus queridos animales. Le dedicaban muy poco tiempo a conseguir comida y confeccionar la ropa. 
Entre ellos había amor y nacían los niños, pero jamás observé entre ellos crueles arrebatos de la lujuria que se apodera de casi todo el mundo en nuestra Tierra, y que es la fuente de la mayoría de los pecados de nuestra humanidad. Se alegraban cuando nacían sus hijos por ser nuevos partícipes de su dicha.  
No había disputas entre ellos, ni celos, y ni siquiera comprendían lo que eso significaba. Sus hijos eran de todos, porque todos componían una familia. Apenas tenían enfermedades, aunque existía la muerte; sus ancianos morían despacio, como si se quedaran dormidos, rodeados de gente que se despedía de ellos, bendiciéndolos, y despidiéndose con alegres sonrisas. No se veían ni el dolor ni las lágrimas cuando esto sucedía, sino un amor que parecía multiplicado hasta el éxtasis, pero un éxtasis tranquilo, completo y contemplativo. Hasta cabía pensar que se comunicaban con sus difuntos aun después de la muerte y que con la muerte no se interrumpía entre ellos la unión terrenal.  
Apenas me comprendían cuando les preguntaba acerca de la vida eterna, pero al parecer estaban tan convencidos de su existencia que eso no provocaba en ellos inquietud alguna. No tenían templos, pero sí un contacto vital e ininterrumpido con el Todo universal; no practicaban la religión, pero estaban firmemente convencidos de que, cuando su alegría alcanzase los límites naturales de la Tierra, llegaría para todos, los vivos y los muertos, una unión aún más estrecha con el Universo.  
Esperaban con alegría ese instante, pero sin prisas ni sufrimiento, como si ya lo presintieran en sus corazones, y se lo comunicaban los unos a los otros. Por las tardes, antes de dormir, les gustaba reunirse para cantar en cordiales y armoniosos coros. Con esas canciones comunicaban las sensaciones que les había deparado el día, que bendecían y del que se despedían. 
Alababan la naturaleza, la tierra, el mar, los bosques. Gustaban de componer canciones los unos de los otros halagándose, como los niños; eran canciones muy sencillas, pero fluían del corazón y lo penetraban. Y ya no sólo en las canciones, sino que parecía que toda su vida se la pasaban ellos adorándose los unos a los otros. Era lo suyo una especie de enamoramiento mutuo, general y completo. Yo apenas entendía algunas de sus canciones triunfales y solemnes. Comprendiendo las palabras, jamás conseguí entender todo su significado. Permanecían inaccesibles a mi entendimiento y, sin embargo, parecían penetrar cada vez más en mi corazón.  
A menudo les decía que ya había presentido aquello antes, que todas aquellas alegrías y glorias las intuía yo cuando vivía en nuestra Tierra, pero en forma de evocadora melancolía, rayana, a veces, en un terrible dolor; que en los sueños de mi corazón y las ilusiones de mi inteligencia, los presentía a todos ellos junto a su gloria; que estando en la Tierra, a menudo no podía mirar la puesta del sol sin que me brotaran lágrimas… Que mi odio hacia la gente de nuestra Tierra siempre conllevaba tristeza: ¿por qué no podía odiarlos sin amarlos? ¿por qué no podía perdonarles? ¿por qué en mi amor hacia ellos siempre había angustia? ¿por qué no podía amarlos sin dejar de odiarlos?  
Ellos me escuchaban, y yo veía que advertían que no podían imaginarse lo que les decía, pero no me arrepentía de decírselo: sabía que entendían el gran pesar que me producían aquellos a los que abandoné. Sí, cuando me miraban con sus maravillosos ojos repletos de amor, cuando sentía que, en su presencia, también mi corazón se tornaba igual de inocente y veraz que el de ellos, no sentía lastima por no comprenderlos. Al experimentar la totalidad de la vida me quedaba sin aliento, y en silencio rezaba por ellos. 
...
Sin embargo, ¿cómo no voy a creer que todo ello fue realidad? ¿Puede que haya sido mil veces mejor, más claro y alegre de lo que yo haya contado? Que sea un sueño, pero aquello no pudo no haber sucedido. ¿Saben una cosa? Les confiaré un secreto: es posible que todo aquello no haya sido un sueño, puesto que sucedió algo tan terriblemente real que era imposible que se presentara en forma de sueño; vale que mi sueño fuera engendrado por mi corazón, pero ¿acaso mi corazón, solo, estaba en condiciones de engendrar aquella terrible verdad que me sucedió después? ¿Cómo podía inventarla yo solo? ¿Acaso mi pequeño y caprichoso corazón y mi insignificante inteligencia podían alzarse con semejante revelación de la verdad? Júzguenlo ustedes mismos..."







Texto de Un Curso de Milagros